Adoración Eucarística. Epifanía
                
                        “No cese nunca nuestra adoración
              
                        ¡Qué importante recordar siempre  nuestra vocación! Volver al Amor Primero. ¿Para qué venimos a la ANE? Para  adorar la Eucaristía.
                       Y esto  es fundamental. Adorar, como nos recuerda el Catecismo, es la primera actitud  del hombre que se reconoce criatura ante su Creador. ¿Qué es adorar? ¿En qué  consiste esta actitud? Se trata de humillar el espíritu ante el “Rey de la  gloria” y callar en silencio respetuoso, en presencia de Dios “siempre mayor”.
              
                       Y esto  por dos motivos muy importantes: la adoración exalta la grandeza del Señor que  nos ha hecho y la omnipotencia del Salvador que nos libera del mal. Dios es  nuestro Creador y Redentor. Por eso el primer deber de la criatura y del  salvado, es adorar a este Dios tan bueno.
              
                       Adorar  mucho a Dios en la Eucaristía produce dos efectos preciosos en nuestra alma:  nos llena de humildad y da seguridad a nuestras súplicas. Nos hace pequeños y  confiados, como los niños, dependientes en todo de Dios, pero, a la vez,  seguros de que Él nos cuida.
              
                       “La Iglesia y el mundo tienen una gran  necesidad del culto eucarístico. Jesús nos espera en este sacramento del amor.  No escatimemos tiempo para ir a encontrarlo en la adoración, en la  contemplación llena de fe y abierta a reparar las faltas graves y delitos del  mundo. No cese nunca nuestra adoración” (Juan Pablo II, Carta Dominicae Cenae, 3).
              
                       Tenemos  ejemplos de adoración en las Sagradas Escrituras: los Reyes Magos, por ejemplo,  tienen claro a qué vienen a Jerusalén, “¿Dónde  está el rey de los judíos que acaba de nacer? Porque vimos su estrella en  Oriente y hemos venido a adorarlo” “La estrella que habían visto en Oriente los  precedía, hasta que se detuvo en el lugar donde estaba el niño” “y al entrar en  la casa, encontraron al niño con María, su madre, y postrándose, le adoraron.  Luego, abriendo sus cofres, le ofrecieron dones, oro, incienso y mirra.”
              
                       Hoy  nos toca imitar a los Reyes Magos. Vengamos de donde vengamos (de dificultad,  de pereza, de sueño, de sequedad…), no importa. Lo importante es que venimos a  adorarlo. Queremos reconocer, como los Reyes Magos, más allá de sus disfraces,  a Dios escondido. Le adoramos, como un niño pequeño en un pesebre, y le  adoramos, tras las especies eucarísticas en una custodia. No es tan distinto.  Sabemos que su Presencia es verdadera, real y substancial, de su Cuerpo y  Sangre, alma y divinidad: Cristo entero.
              
                       Somos  guiados a Él por una estrella. Es como una luz, la luz de la fe que nos trae  todos los meses a adorar la presencia Eucarística, como atrajo a los Magos a la  adoración. Y una luz que también puede representar a María; ella siempre nos  precede, va antes que nosotros, y cuando llegamos a Jesús, ¡allí está ya ella!  María nos atrae a Jesús, nos atrae a la Adoración, María es nuestra madre en la  fe y, a la vez, la Madre de Jesús. Y por eso ¡qué mayor alegría para ella que  ver a sus hijos reunidos! Como a los Magos, Ella nos acompaña en esta noche.
              
                       Ante  Jesús, en esta noche, iluminados por su estrella, también nosotros abrimos nuestros  cofres. Ofrecemos a Jesús nuestras posesiones, nuestras oraciones, nuestras  debilidades… nuestro oro, incienso y mirra. Reconozcamos su Divinidad, su  Humanidad y su Realeza en esta noche de Adoración. Notaremos fruto espiritual  en nuestras almas. Volveremos por otro camino a nuestro quehacer diario.
              
                                     También  los Santos nos animan a adorar: el recientemente canonizado Carlos de Foucauld  confiesa que se esfuerza “por multiplicar las horas de exposición del Santísimo  Sacramento”; se admira contemplando la belleza de las puestas de sol en el  desierto y sus claras noches, pero confiesa que “abrevio estas contemplaciones  y vuelvo delante del sagrario… hay más belleza en el sagrario que en la  creación entera”. Su deseo, tal como dejó escrito, fue fundar “una orden de monjes que adoren este Corazón  día y noche en la Santa Hostia expuesta, extendiendo su presencia,  multiplicándola y elevando a un gran número de personas en un lugar, donde la  santa Eucaristía y el divino Corazón irradian luz del mundo sobre muchas  regiones de infieles durante siglos”.
              
                       Cuando  se instala en Tamanrasset, lo primero que hace es construir una pequeña capilla,  donde exponer el Santísimo, y escribe en su diario “Sagrado Corazón de Jesús, gracias por este primer tabernáculo en país  tuareg. Sagrado Corazón de Jesús, irradiad desde el fondo de este tabernáculo  sobre este pueblo que os adora sin conoceros. Iluminad, dirigid, salvad estas  almas que amáis.”
              
                       Que  nuestra adoración sea hoy con fruto. Como la de los Reyes Magos, como la de  Carlos de Foucauld, rindamos homenaje a nuestro Dios y Salvador silencioso en  esta presencia eucarística, ofrezcamos nuestros dones a Cristo y pidamos al  Sagrado Corazón por el mundo entero, para que lo guíe y salve desde la  Eucaristía.
                         Preguntas:
              
                
                   ¿Recuerdas la primera vez que veniste a una Vigilia de la ANE? 
                  ¿Tu amor  sigue siendo el mismo? 
                  ¿Notas que la adoración te hace más humilde, más  confiado, que te cambia el corazón? 
                  ¿A qué otras maneras de rezar nos lleva la  adoración? 
                
              
              
                ¡NO CESE NUNCA NUESTRA ADORACIÓN!