Bienaventuranzas. II.- ¿Es posible vivir las bienaventuranzas?
¿Cómo enraizar en el alma esas enseñanzas de Cristo, y poder vivir así todas y cada una de las bienaventuranzas?
Cuando leemos por primera vez las bienaventuranzas, quizá podemos pensar que nos presentan un ideal de vida inalcanzable, demasiado elevado para nosotros. ¿Cómo podemos sufrir con paciencia? ¿Cómo podremos ser misericordiosos y padecer con los demás? ¿Cómo podremos tener siempre paz? ¿Cómo es posible que nuestro corazón busque siempre el bien de los demás?
Sabemos que las bienaventuranzas nos manifiestan el "nuevo modo de vivir cristiano"; el verdadero ser de la “nueva criatura” de hijos de Dios en Cristo Jesús. Cristo habla para todos los que le escuchan; y con sus palabras proclama la “llamada universal a la santidad”, el deseo de Dios de vivir con cada uno de nosotros, y los caminos para vivir ese anhelo divino en la tierra. Y Dios nunca pide imposibles.
Viviremos las bienaventuranzas, si crecemos en el amor a Nuestro Señor Jesucristo, conociéndolo en los Evangelios y adorándolo en la Eucaristía. Amándole y adorándole, Él, personalmente, nos dará las mismas disposiciones que nos enseñó: "Aprended de Mí que soy manso y humilde de corazón" (Mt 11, 19); y "Un mandamiento nuevo os doy: que os améis los unos a los otros, como yo os he amado” (Jn 13, 34). Con esas disposiciones fundamentales la Gracia llevará a cabo su labor de conversión y hará posible que el espíritu de las bienaventuranzas eche raíces en nuestro espíritu.
El primer paso de la conversión a ser nueva criatura es una conversión de fe. “La fe en Jesucristo no es broma, es algo muy serio. Es un escándalo que Dios haya venido a hacerse uno de nosotros; es un escándalo, pero es el único camino seguro. El de la Cruz, el de Jesús, la encarnación de Jesús…Es la fe en el Hijo de Dios hecho hombre, que me amó y murió por mí” (Papa Francisco, 25-VII-2013)
Esa conversión de fe y la esperanza que ésta origina y sostiene, sólo es posible alcanzarla en la contemplación amorosa de Dios, en su rostro, que es Cristo: "El que me ha visto a mi, ha visto al Padre" (Jn 14, 9).
"Mirarán a quien traspasaron". Zacarías había anunciado esta contemplación de Cristo; Juan la sitúa en un primer momento al pie de la cruz (Jn 19, 17); y en una segunda reflexión, al cabo de los años, y ante Cristo que "nos ha lavado con su sangre de nuestros pecados", afirma que "todo ojo le verá, hasta los que le traspasaron, y por él harán duelo todas las naciones" (Ap 1, 7).
Contemplar a Cristo crucificado, muerto y resucitado, hace crecer en nosotros la caridad que nos lleva a la conversión, a vivir "el duelo" por nuestros pecados, a consolidar nuestra esperanza, porque "nos ha lavado de nuestros pecados". Y la Caridad nos hace comprender que Jesucristo es el modelo vivo del bienaventurado; del hombre renacido para siempre en Dios, de la "nueva criatura" que el Espíritu Santo anhela engendrar en cada cristiano.
El Señor se encarnó, también, para "ser para nosotros un modelo y ejemplo de vida. Nos dice que todo lo que nos indica que vivamos, Él lo ha vivido ya. "Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí" (Jn 14, 6). "Él es, en efecto, el modelo de las bienaventuranzas y la norma de la ley nueva: 'Amaos los unos a los otros como yo os he amado' (Jn 15, 12). Este amor tiene como consecuencia la ofrenda efectiva de sí mismo" (Catecismo, n. 459).
Por eso, toda vida verdaderamente cristiana comienza con un encuentro en el Bautismo con Cristo, que es el Camino; arraiga en el alma cuando en la mirada de Cristo, que es la Verdad, descubre los misterios insondables de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo; y esa vida cristiana crece y se desarrolla con el amor de Cristo y a Cristo, que es Vida, cuando alcanzamos a comprender que Él ha dado su vida por nosotros, en la esperanza de que así nos convenzamos de su Amor, y de que nos ha transmitido su vida en los sacramentos.
Podemos decir que sólo contemplando el vivir de Cristo, y sólo desde la perspectiva del amor de Cristo, y con las mismas disposiciones que Él vivió de humildad y de mansedumbre, que acabamos de recordar, es posible comprender el espíritu de las bienaventuranzas, y considerar la vida escondida en las bienaventuranzas, como la plenitud vital y existencial del hombre humano-cristiano; y abrir así el espíritu para el definitivo nacimiento de Cristo en nosotros.
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Cuestionario
1.- ¿Leo todos los días algún pasaje de los Evangelios, con el deseo de conocer mejor la vida de Jesucristo en la tierra?
2.- En los ratos de adoración eucarística, ¿soy consciente de que estoy ante la Persona de Jesucristo escondido en el Sagrario bajo las especie del pan?
3.- ¿Ruego personalmente a Jesús Sacramentado que me ayude a vivir cada una de las bienaventuranzas? |