Agosto
“LO QUE GRATIS HABÉIS RECIBIDO, DADLO GRATIS” (Mt 10,8)
La frase sigue inmediatamente, en el episodio de la primera misión de los Apóstoles, al encargo de practicar curaciones preternaturales para las que sin duda Jesús había concedido los oportunos poderes.
Pero se refiere seguramente a todo el contenido de la misión. Su tenor de proposición universal es evidente. Tiene, por tanto, vigencia para todos nosotros que, sin haber recibido tal vez el carisma preternatural de curaciones, somos multimillonarios de otros dones gratuitamente concedidos por el Señor.
Sobre nosotros pesa también -¡y con qué fuerza!- la orden tajante de Jesús: Dad gratis lo que gratis habéis recibido.
Nada de lo que en el orden sobrenatural se nos otorga tiene como exclusivo destinatario al que lo recibe.
Cuando los teólogos distinguen entre gracias santificantes (gratum facientes), que miran a la santificación del que las recibe, y gracias carismáticas (gratis datas), que se dan para utilidad de los demás, quieren decir que el efecto de las mismas beneficia primariamente al que las tiene o a la comunidad en cuya utilidad se ejercen. La gracia de la absolución sacramental perdona los pecados -es santificante- para el que la recibe; pero es carismática en el sacerdote que la administra: perdona los pecados a los demás, y no a sí mismo.
En todo caso, aun las gracias más personales repercuten de por sí en la comunidad eclesial en virtud de esa red de vasos comunicantes que el Cuerpo Místico de Cristo establece entre todos sus miembros.
Más aún, deben ser comunicadas a los demás para bien de todos. El salmista, que se sabe perdonado, siente la necesidad de hacer partícipes a otros de esa misma gracia del perdón divino:
Enseñaré a los rebeldes tus caminos,
y los pecadores volverán a Ti
(Sal 51,15)
Y Pablo capitaliza en beneficio de sus hermanos los consuelos que recibe de Dios “que nos consuela en toda tribulación nuestra, para poder nosotros consolar a los que están en toda tribulación... Si somos atribulados, lo somos para consuelo y salvación vuestra; si somos consolados, lo somos para consuelo vuestro” (2 Cor 1,4.6).
La obligación que Cristo impone de dar gratis lo que gratis hemos recibido recae preferentemente sobre el don gratuito de la fe, que los Apóstoles -fieles al mandato del Maestro- propagaron hasta el derramamiento de su sangre, y que nosotros, por la misma razón, debemos transmitir a los demás en un obligado y apremiante quehacer evangelizador.
He pensado muchas veces, Señor, con estremecimiento en aquella otra frase tuya: “A quien mucho se le dio, mucho se le pedirá” (Lc, 12,48).
Y me da miedo encontrarme sin fondos para pagar... ¡Es tanto lo que Te debo!
Y aquí no vale recurrir a una falsa humildad que pretendiera encubrir las infinitas riquezas que tu gracia ha puesto en mí bajo hipotéticos pretextos de pequeñez y poca cosa. Sería una forma cómoda, pero no válida, de eludir responsabilidades a la hora de tener que devolver duplicados los talentos.
Es mucho lo que Tú gratuitamente has puesto en mí.
Como tu Madre -y no será vanidad en Ella ni en mí- tengo que confesar abiertamente: “Ha hecho cosas grandes en mi favor el Todopoderoso” (Lc 1,49).
Señor, yo quiero pagar.
Insolvente soy; pero tramposo, no.
Tengo muy clara la forma en que Te puedo pagar.
- “¿Qué voy a dar al Señor por todo el bien que me ha hecho?” (Sal 116, 12).
- “Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mi me lo hicisteis” (Mt 25, 40).
Así lo haré. Señor.
Y... ¡gracias! ¡Muchas gracias!