“CONVERTÍOS, PORQUE EL REINO DE LOS CIELOS HA LLEGADO” (Mt 4, 17)
La espera multisecular de la venida del Mesías, que la Liturgia del tiempo de Adviento nos invita a revivir todos los años, culmina con la invitación que Juan hace en el desierto de Judea (Mt 3, 2) y que Jesús repite al comienzo de su predicación (Mt 4, 17).
- “Convertíos, porque el Reino de los Cielos ha llegado”.
La conversión es un concepto bíblico, muy empleado por los Profetas, que en hebreo se expresa con un verbo de movimiento con el significado de “darse la vuelta”, y en griego, con términos que significan “cambiar de manera de pensar”.
La invitación del Bautista y de Jesús viene a decir: Daos la vuelta, cambiad de postura y de manera de pensar. Vivís de espaldas a Dios, apegados y con la vista fija en las cosas materiales. Volved vuestra mirada a Dios, que os trae una maravillosa oferta.
En nuestro lenguaje común ascético, conversión ha venido a significar el arrepentimiento del que vive en pecado mortal y vuelve a la vida de la gracia. Ello hace que la llamada bíblica y litúrgica a la conversión suene a hueco y resulte vacía de contenido para los que habitualmente viven en gracia.
Y no es así.
Porque, sin llegar al abandono de Dios que constituye el pecado, a menudo el apego a las cosas de aquí nos absorbe hasta el extremo de hacernos olvidar la primacía de Dios y de su Reino; la atención a los asuntos temporales no deja espacio en nuestras vidas para el quehacer apostólico; las preocupaciones egoístas hacen que al alma le falte tiempo para pensar en Dios; los árboles junto al camino nos inducen a desviarnos hacia la cuneta en busca de una sombra cuyo disfrute nos hace perder de vista y retrasar la llegada a la meta. Necesitamos continuamente carteles anunciadores que nos digan:
- “Convertíos, porque el Reino de los Cielos ha llegado”.
La llamada de Jesús, repetida por la Liturgia de la Iglesia, nos invita a todos a volvernos a la única cosa necesaria, a lo único que verdaderamente nos interesa y que tan a menudo descuidamos. Cuando se piensa en la infinita grandeza de Dios, que para nada necesita de nosotros, y que, ello no obstante, se digna llamarnos por el teléfono de su Hijo para conversar con nosotros, se comprende que nuestra felicidad consista en vivir pendientes de esa llamada, y con el auricular siempre en la mano, prontos a repetir a cada instante con el alma transida de gozo: ¡Dígame! ¡Dígame!
Ello implica “puesto que la tendencia a la distracción es permanente” una gimnasia de cuello continua: ¡Media vuelta! ¡Media vuelta!
Bien merece la pena.
Porque el Reino de Dios al que se nos invita es la insospechada oferta que Dios hace a los pobres (Mt 5, 3) de un tesoro escondido (Mt 13, 44) y de una margarita preciosa (Mt 13, 45) a cambio de las cuales tiene cuenta vender cuanto poseemos para adquirirlos; es una invitación que el Padre nos hace al Banquete de Bodas de su Hijo (Mt 22, 2 y 21, 1); es algo que se adquiere trabajosamente (“El Reino de los Cielos padece violencia y sólo haciéndose violencia se conquista”: Mt 11, 12) pero que está al alcance de la mano (“El Reino de Dios está dentro de vosotros”: Lc 8, 11). Y así tiene que ser, porque el Reino de Dios “no es de este mundo” (Jn 19, 26); es un “tesoro en el cielo donde no hay polilla ni herrumbre que corroan, ni ladrones que socaven y roben” (Mt 6, 20). Merece la pena, porque ese será el premio final: “Venid, benditos de mi Padre a poseer el Reino” (Mt 25, 34).
Repíteme, Señor, tu consigna:
- Convertíos, porque el Reino de Dios está cerca. Y si yo no lo hago, hazlo Tú: Si yo no me convierto, conviérteme Tú.
Convencido de la importancia que esto tiene, te pido con Jeremías: - “Conviérteme, y me convertiré” (Jer 31, 8).
CUESTIONARIO
- ¿Me esfuerzo por avivar en mí la conciencia de la presencia de Dios en mí, que me invita a conversar con Él?
- ¿Qué lugar ocupa en mi vida la preocupación por el Reino de Dios?
- ¿Trato de sustituir, cada día un poco más, los criterios mundanos por criterios de Dios?
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