Las obras de misericordia.- VI
“Visitar y cuidar a los enfermos”. En medio de la normalidad de nuestra vida y quizá cuando menos lo esperamos, un amigo, un miembro de nuestra familia, un conocido, cae enfermo, y, para cuidarlo y atenderlo, lo tienen que llevar al hospital. En estas ocasiones nos esmeramos en atenderle con todo el corazón, y darles lo mejor de nosotros mismos, y así, recordarles que Jesucristo está cerca de ellos.
Con frecuencia tenemos también la oportunidad de acompañar a enfermos conocidos, y darles todos los cuidados que nuestro corazón nos sugiere. Otras veces, vamos con amigos a acompañar a algunos enfermos que están solos en el hospital, que no tienen con quien hablar, que quizá han sido abandonados de sus hijos, de sus padres, y el mundo se les echa encima al verse rodeados de sufrimiento en una sala de un hospital. ¡Qué alegría les damos –aunque a veces no sean capaces de expresarlo- cuando nos acercamos a ellos con cariño, con el anhelo de hacerles un rato compañía, y transmitirles un poco de calor humano y de amor de Dios.
Acompañar a un amigo que ha sufrido una operación y lo está pasando muy mal en el hospital, es una acción muy agradable a Jesucristo, que dijo: “Estuve enfermo y me visitasteis”. Y le preguntaron, “¿cuándo estuviste enfermo y te visitamos?”. Y Él les dijo: “cuando lo hicisteis con uno de estos pequeños, conmigo lo hicisteis”.
Ante la enfermedad es cuando la madurez, la entereza de una persona se pone a prueba. Nos gustaría que la enfermedad no existiese, que todos se pudieran curar enseguida, sin tener que pasar horas, días, meses, años de sufrimiento. Pero esto no es posible. Somos limitados, y nuestro organismo está ya preparándose para morir, desde el momento de su nacimiento.
Mejorarán muchos las medicinas, mejorarán también los tratamientos médicos y la atención en los hospitales: el sufrimiento humano, la enfermedad no desaparecerá jamás de la tierra. Nunca hemos de considerar la enfermedad como un castigo de Dios. La cruz no es un castigo, es el camino de la redención, un camino de amor. El Señor está siempre cerca de todos los enfermos, y quiere que nosotros, cuando les visitemos, les ayudemos a descubrir que esa cruz, llevada con Cristo, acabará como la de Cristo: en la Resurrección.
“Dar de comer al hambriento”. No perdamos de vista que las “obras de misericordia”, que estamos considerando son obras de caridad que el amor de Dios, que habita en nuestros corazones, nos empuja a llevar a cabo para que trasmitamos a los demás el amor que Él les tiene.
En los milagros de la multiplicación de los panes y de los peces, cuando los apóstoles le dicen al Señor que envíe a todos a las aldeas vecinas para que puedan comer algo, el Señor les dice: “Dadles vosotros de comer” (Lc 9, 13). Ellos no tienen ningún alimento que pueda saciar el hambre de aquella multitud. Buscando, encuentran apenas “cinco panes y dos peces”. El Señor les dice que distribuyan esos pocos “panes y peces” entre todos, y a nadie le faltó ni pan ni pescado.
Con el mismo amor y con la misma fe, con que actuaron los apóstoles, hemos de vivir nosotros cuando nos encontramos con esas necesidades apremiantes. Apenas si las vemos, como ocurrió con nuestros padres hace muchos años, en tiempos de guerras, o como les ha sucedido a no pocas personas en estos tiempos de crisis. Hay gente que pasa hambre. Quizá hemos participado en alguna actividad de Caritas, o hemos ido alguna vez a un comedor social para ayudar a repartir comida a personas muy necesitadas.
El mismo Papa Francisco nos recuerda a veces su preocupación y su pena, por la mala distribución de los alimentos que se da en no pocas partes del mundo. Y con palabras muy sentidas, nos dice que con los alimentos que se tiran en algunos países, en algunas regiones, en algunas casas, se podría saciar el hambre de muchos seres humanos dispersos por el mundo. No es sólo una cuestión de buena organización social y política, aunque todos sabemos que en esos campos se podría mejorar mucho.
En estas situaciones, el Señor nos invita a agrandar el corazón, nos anima a compartir nuestros bienes con los más necesitados, a ser más generosos con la labor de Caritas, de los “bancos de alimentos”, y de otras organizaciones que se multiplican para atender con caridad estas necesidades.
Acordémonos del pobre Lázaro que, a la puerta de la casa del rico Epulón, deseaba saciarse de las migajas que caían de la mesa de los invitados, y nadie se las daba. A nosotros nos toca dar, en no pocas ocasiones, esas “migajas” que pueden saciar el hambre de una mujer, de un niño, de un anciano, de un enfermo.
Y no nos olvidemos del hambre de Verdad que palpita en el corazón de todos los hombres, y que a veces ni siquiera se atreven a manifestar. El hambre que sufre el cuerpo, abre nuestra inteligencia para comprender mejor el hambre de Verdad, que siempre palpita en el corazón del hombre.
Pidamos a Jesucristo que nos dé la gracia de calmar también esta hambre en nuestros hermanos, anunciándoles a Él, que es “el Camino, la Verdad y la Vida”.
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Cuestionario
- ¿Me preocupo de acompañar al médico a algún conocido que está solo y necesitado?
- ¿Participo alguna vez de la distribución de la comida entre los pobres que acuden a un comedor de Cáritas?
- Cuando sé que un amigo no alcanza a dar de comer a su familia hasta el final del mes, ¿le invito alguna vez a comer en casa, con nosotros? |