Las obras de misericordia.- IV
“Consolar al triste”. Ver a una persona triste nos mueve a la compasión, y nace dentro de nuestra alma el deseo de compartir su pena, de no dejarle solo con su dolor, de aliviar, en la medida de lo posible, su sufrimiento.
Tú quieres estar alegre y que estén alegre los demás. Cuando ves llorar a un compañero te acercas a él, y le animas. Otras veces, no consigues sacarlo de su tristeza porque quizá es muy grande su dolor, pero tú, a su lado, haciéndole compañía, le consuelas un poco: se da cuenta de que no está solo, de que alguien piensa en él.
Los motivos de la tristeza pueden ser muchos, y todos lo sabemos. La tristeza puede ser causada por un luto grave, por la muerte de un ser muy querido y cercano. En esos casos, respetar su silencio, a la vez que rezamos por el eterno descanso de esa persona, y más si es una madre, un padre, un hijo el fallecido, es el mejor camino para darle un poco de paz en su tristeza.
La tristeza puede tener su origen en una mala noticia: una enfermedad muy difícil de curar; un fracaso en un negocio que origina grandes pérdidas, la mala actuación de un hijo, de una hija. Hemos de animar siempre para que nadie vea nunca en esa situación un castigo de Dios por sus malas acciones, como hicieron los acompañantes de Job, y el mismo Señor les reprendió.
Si la tristeza de nuestro amigo tiene sus raíces en un pecado grave; y es una tristeza que le lleva a arrepentirse del mal, de la ofensa a Dios y a los hombres que ha cometido, para ayudarle hemos de tener la fortaleza para decirle que lo mejor es que se acerque al Sacramento de la Reconciliación, pida perdón a Dios de sus pecados y vuelva a comenzar.
Consolar al triste es, además, devolverle la esperanza en la bondad de Dios; es convencerle de que el Señor no le va a dejar nunca abandonado. Es arrancar de su alma el pesimismo y la desesperación que la tristeza acarrea, es animarle a volver a empezar cada día, aunque el horizonte se presente muy negro y lleno de nubes. Consolar al triste no es engañarle con falsas promesas, o con ilusiones vanas de grandes triunfos. Es ayudarle a descubrir las fuerzas que el Señor le da para volver a sonreír cada mañana.
La Virgen Santísima, Consoladora de los afligidos, consoló a los Apóstoles en la muerte del Señor, y les devolvió el ánimo, el espíritu, para que supieran esperar, con Ella, el día de la Resurrección.
En muchas ocasiones el mejor modo que tenemos de consolar a una persona en tristeza es el de invitarle a rezar; el Señor nos lo ha dicho: “Venid a Mí todos los que estéis agobiados, y yo os aliviaré” (Mt 11, 18).
“Sufrir con paciencia los defectos del prójimo”. Todos los seres humanos, también los más santos, los que quizá estén más cerca de Dios, tienen defectos, detalles de su carácter que nos pueden herir, aunque ellos se empeñen y luchen para corregirlos y poder hacer así bien a los demás.
¿Nos hemos de enfadar cuando esos defectos ajenos nos afectan a nosotros? No. El Señor, cuando ve a los apóstoles reaccionar contra Santiago y Juan, porque su madre ha pedido –sin saber muy bien lo que hacía- al Señor un puesto privilegiado para ellos en el Reino de los Cielos, les recuerda que quien quiera ser el mayor entre ellos ha de ser su servidor. No se enfada; les corrige y les abre horizontes nuevos de servicio, de comprensión y de amor a los demás (cfr. Mt 20, 24-25).
Y cuando no les ofrecen un lugar de descanso en su camino hacia Jerusalén, y cuando Santiago y Juan quieren traer fuego del cielo contra la cosa que se niega a recibirlos, el Señor les dice: “No sabéis a qué espíritu pertenecéis” (cfr. Lc 9, 55).
Aprender a sufrir un poco con los defectos de los demás, nos da un nuevo espíritu para animarles a superar esos defectos, nos ayuda a ser más comprensivos. No podemos ser impacientes porque un amigo se expresa mal, escribe muy mal, se pone nervioso por cuestiones mus sencillas, se desanima ante cualquier obstáculo. Hemos de verlo con calma y ayudarle a mejorar paso a paso. Rezaremos más por él, y le ayudaremos mejor, y le querremos más.
El Señor lleva con mucha paciencia y delicadeza la falta de fe de san Pedro. Después de invitarle a acercarse a Él caminando por las aguas, Pedro no lo duda; se lanza al mar, y camina. Al encresparse las olas, duda, pierde la fe en la palabra del Maestro, y se hunde. Jesucristo le alarga la mano para elevarlo de nuevo sobre las aguas y, sencillamente, le dice: “Hombre de poca Fe, ¿por qué has dudado?” (Mt 14, 31).
Y lleva con mucha serenidad las faltas de Fe que descubre en los Apóstoles. Jesús, cansado, se durmió en el cabezal de la barca que les llevaba a la otra orilla del lago. Se levantó la tempestad y los apóstoles temblaron de miedo. “¿No te importa que perezcamos?”, le dicen los apóstoles nerviosos por el peligro que corren. Una vez calmada la tempestad, el Señor se limitó a decir, “¿Por qué tenéis miedo?” (Mc 4, 38).
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Cuestionario
-¿Me preocupo de ser un buen sembrador de paz y de alegría en mi casa, en mi ambiente de trabajo, en las relaciones sociales con amigos?
-¿Llevo con serenidad los defectos de los demás?
- ¿Me olvido de mí, y procuro sonreír para sacar de la tristeza a un amigo?
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