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Adoración Nocturna Española

 

Adorado sea el Santísimo Sacramento   

 Ave María Purísima  

 

 

2008

 

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«EL REINO DE LOS CIELOS SE PARECE A UN BANQUETE»      (Mt 22, 2)


    El Reino de los Cielos -tanto en su estadio terreno como en su realización definitiva en la gloria- es comparado frecuentemente por Jesús y el autor del Apocalipsis con un banquete -concretamente una cena- de bodas.

    Conocida es la parábola de los invitados al banquete de bodas que San Mateo introduce así: «El Reino de los cielos se parece a un Rey que celebró el banquete de bodas de su Hijo» (Mt 22, 2-14).

    Se refiere evidentemente al estadio terreno del Reino, puesto que alude alegóricamente a la reprobación de Israel, que no acepta al Mesías, a la vocación de los gentiles, que ocupan su lugar.

    Las bodas son o la unión hipostática del Verbo de Dios con la naturaleza humana, como pensaron muchos Santos Padres, o el desposorio de Cristo con la Iglesia, que parece más en consonancia con el resto del Nuevo Testamento.

    Y para celebrarlo, Dios organiza un banquete.

    Yo sé que no se trata, Señor, de una simple metáfora.

    Las bodas de tu Hijo son fuente de fecundidad espiritual. Lo dijo Él: «... para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10, 10).

    Para celebrarlas y como alimento de esa vida divina que nos trae, instituiste en la Ultima Cena el Banquete Eucarístico: «Tomad y comed... Bebed todos de ella» (Mt 26, 26ss). «Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida... Como mi Padre, que vive, me ha enviado y Yo vivo por el Padre, también el que coma vivirá por mí» (Jn 6, 55-57).

    San Lucas llama cena, sin más, al banquete de la parábola de los invitados (Lc 14, 15-24).

    Y Cena es el Banquete de Bodas -banquete real y no simplemente metafórico- al que se compara el Reino de Dios en su estadio definitivo.

    A ese estadio final se refiere la parábola de las 10 vírgenes (Mt 25, 1-13), al afirmar que sólo las cinco prudentes «que estaban preparadas entraron con Él al Banquete de Bodas» (Mt 25, 10).

    Y de un final glorioso hablan los bienaventurados al decir en el Apocalipsis: «Alegrémonos y regocijémonos y demos gloria a Dios, porque han llegado las Bodas del Cordero... ¡Dichosos los invitados al Banquete de Bodas del Cordero!» (Ap 19, 79).

    La oferta del banquete -en su doble estadio: terreno y celeste- y la invitación a tomar parte en él es universal («A cuantos encontréis, invitadlos a las bodas»: Mt 22, 9) y, para nuestro bien, apremiante («Obligad a entrar hasta que se llene mi casa»: Lc 14, 23).

    ¡Ojalá me obligaras de verdad, Señor!

    Porque, desgraciadamente, puedo rechazar la invitación, como aquellos primeros invitados de la parábola.

    Una invitación que tanto me honra, y que se me hace con tanto amor: “Mira que estoy a la puerta y llamo. Si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa, y cenaré con él y él conmigo» (Ap 3, 20)

    ¡Como la tarde aquella en Emaús!

    O como en el definitivo atardecer, cuando, según tu promesa, lo serás todo para tus invitados: anfitrión, alimento... ¡y servidor!

    -«¡Dichosos los siervos que el Señor, al venir, encuentre despiertos! Os aseguro que se ceñirá, los hará ponerse a la mesa, y pasando de uno a otro los servirá» (Lc 12, 37).

    ¡Inconcebible, Señor, sí no lo hubieras dicho Tú!

    No permitas que me excuse de aceptar tu invitación.

    Que no me quite, Señor, ni para dormir, la vestidura nupcial. Que no me falte aceite en la alcuza para atizar mi lámpara. Que no me duerma, Señor, para que me encuentres despierto.

    Lo demás te lo diré en la «sobremesa» eterna. ¡Amén!


CUESTIONARIO

. ¿Vivo mi condición de cristiano con la alegría del invitado a un banquete de bodas?

. ¿Me excuso alguna vez de aceptar la invitación que Dios me hace?

. ¿Pienso con gozo en el banquete eterno?