LA MISA 2
SIEMPRE Y EN TODO LUGAR
Además de los salmos de alabanza, dos himnos acompañan la historia de la Iglesia: el Te Deum laudamus y el Gloria in excelsis Deo. El primero suele ser entonado en momentos de celebración. El himno continúa siendo regularmente utilizado por la Iglesia católica, en el Oficio de las Lecturas encuadrado en la Liturgia de las Horas. También se suele entonar en las misas celebradas en ocasiones especiales, como en las ceremonias de canonización, la ordenación de presbíteros, proclamaciones reales, etc. Los cardenales lo entonan tras la elección de un papa. Posteriormente, los fieles de todo el mundo para agradecer por el nuevo papa, se canta este himno en las catedrales.
El segundo, el gloria, protagoniza la alabanza, como una explosión de sentimientos, en la liturgia de la palabra. Es una alabanza trinitaria, que proclama el creyente, exultante de gozo, por eso le desbordan las palabras que brotan incontinentes de su boca “te alabamos, te bendecimos, te adoramos, te glorificamos, te damos gracias”, al Padre, Rey celestial y todopoderoso; al Hijo único Jesucristo, al que le cantamos su peculiar grandeza y le pedimos piedad, oído a nuestras súplicas y una vez más piedad porque Él nos quita el pecado del mundo. Y al final una apoteosis triunfal, en que Cristo, en unión con el Espíritu Santo, se manifiesta lleno de gloria y Majestad como lo vio el protomártir, San Esteban, sentado en la Gloria del Padre
Cuando medito en este asombroso himno recuerdo la expresión con que iniciamos la plegaria eucarística: “En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación, darte gracias siempre y en todo lugar”. Efectivamente este himno expresa lo que en deber de justicia mediante la virtud de la piedad, debiéramos proclamar en todo lugar, no sólo en la iglesia, sino en el monte, en los caminos, en la cocina, al amanecer y al atardecer, porque es de justicia por eso es nuestro deber; pero es además necesario para nuestra salvación. El gloria es un himno que desde la fe ha de proclamar el creyente en todo tiempo y lugar y os diría que sería el himno de toda persona de buena voluntad. Así comienza el himno: “Gloria a Dios en el cielo y Paz para los hombres de buena voluntad”.
Pero además, teniendo en cuenta la totalidad del texto de la misa, se me convierte en contrapunto significativo, pues aquí alabamos directa y personalmente a Dios. Permitidme que os lo diga así: para entonar el gloria no necesitaríamos estar en el templo. Sin duda supone una explosión de entusiasmo al Dios que nos va a hablar en la liturgia de la palabra. Pero el todavía más, lo sublime de la celebración eucarística es el sacrificio que ofrecemos al Padre en unidad con el Espíritu Santo, no en palabras y deseos, sino en obras: el cordero pascual inmolado, se lo ofrecemos al Padre, unidos a Cristo, agarrados fuertemente a su ofrenda pascual. ¡Es asombroso! Para celebrar la eucaristía necesitamos el templo y el altar. Es la oración sublime de la Iglesia. Además de alabarle en todo tiempo y lugar.
El Credo cierra la liturgia de la palabra con la proclamación de nuestra fe. No es un himno, sino una confesión pública del contenido total de lo que creemos. Es una oración. En tiempos de zozobra o penumbra es una manera oportuna de confirmarnos todos los presentes en la fe de la Iglesia, proclamada ante la asamblea, pero recitada en presencia de Dios. No digo que es un juramento, pero sí una proclamación solemne, que no pronunciamos a humo de pajas ni como quien oye llover. Ahí están todos los misterios de nuestra fe, todos, incluidos los que asaltan desde el asedio del mundo, nuestras zozobras y vacilaciones. Por ello es tan importante pronunciarlo consciente y libremente como antídoto contra las acechanzas del maligno. Por ejemplo, los católicos creemos en la vida eterna y muchas personas todavía en nuestro entorno tienen una idea, aunque borrosa de la vida más allá de la muerte. Pero es difícil encontrar personas que crean en la resurrección de la carne, en que un día los cuerpos que enterramos en debilidad, volverán a surgir de las tumbas a la vida nueva que nos prometió Jesucristo. Y no lo sabemos por argumentos racionales, sino porque creemos en las promesas de Jesucristo, el Verbo de Dios. Cada época ha planteado sus dudas y a cada época ha respondido con firmeza la Iglesia, repitiendo el depósito de la Fe, recibido por medio de los Apóstoles.
2ª PARTE EL SACRIFICIO O PLEGARIA EUCARÍSTICA
El centro de nuestra celebración es el altar, no el escenario ni siquiera el proscenio, sino el ara o piedra sobre la que se va a realizar el sacrificio, siempre incrustadas reliquias de algún mártir; y como segundo elemento indispensable, durante toda la celebración, pero en especial en la liturgia eucarística, la imagen visible de Cristo crucificado.
Se ha comparado la celebración eucarística con el género dramático. Sin duda, hay un escenario donde va a tener lugar la representación, el altar; y un actor, el sacerdote, que en nombre de Cristo, va a presentar ante la asamblea la muerte y resurrección del Señor. No se trata de un monólogo en el que en voz alta se comunica el contenido de la celebración. Se trata de un diálogo, a veces con los fieles que responden a sus propuestas; pero siempre, siempre es un diálogo con Dios, el Padre bueno al que dirigimos nuestras alabanzas y súplicas. Sin embargo, no se trata de una representación escénica en que se nos cuenta o evoca algo. Se trata de una presentación en vivo y en directo en que, ante nuestros ojos y oídos, vuelve a acontecer el sacrificio, muerte y resurrección de Cristo en la Cruz, como ofrenda al Padre. No se evoca un acontecimiento pasado. En la representación eucarística vuelve a tener lugar el drama de la cruz.
En esta segunda parte nos acercamos, como en las celebraciones de la sinagoga al momento en que el sumo sacerdote entraba en el santa santorum, con la diferencia de que en la liturgia romana toda la asamblea asiste y contempla el misterio que estamos celebrando. No entra el celebrante a un lugar escondido ni las cortinas ocultan la presencia de la divinidad. A la vista y oído de todos vamos a ser testigos desde la fe del sacramento de expiación y redención al que vamos a asistir; vamos a recordar el memorial de la muerte y resurrección de Cristo de manera real, aunque incruenta, ofrecida al Padre bajo el soplo del Espíritu Santo para restaurar la alianza rota por el pecado de los hombres.
Tres secuencias distribuyen esta segunda parte: la ofrenda, el prefacio, y la plegaria eucarística, dividida a su vez en dos partes, la consagración o sacrificio y la solemne oración, ante Cristo crucificado, dirigida al Padre. Sobre tres pilares se sustenta la organización de la Liturgia Eucarística, tres momentos en clímax ascendente en que el celebrante eleva el cáliz y el pan, primero como ofrenda; segundo, como víctima sacrificada presente en la hostia y en el vino, expresión del misterio de nuestra fe; y en el tercero, la oración eucarística se cierra con la doxología: «Por Cristo, con Él y en Él...", con la que expresa el celebrante solemnemente la glorificación de Dios. Todo lo demás es la palabra, degustada interiormente en nuestro corazón.
Como en una sinfonía, la palabra es cambiante y transformadora. Se dirige siempre al Padre, en presencia del Espíritu y espera al Hijo, que desde el cielo ha de bajar al altar, como decimos en el santus, bendito el que viene en nombre del Señor. Bendecimos a Dios, Señor del universo, en el ofrecimiento del pan y del vino, lo volvemos a glorificar en el santus como Dios y Señor del universo y conscientes de que el prodigio, que va a tener lugar, nos es concedido de lo alto, le suplicamos al Señor, fuente de toda santidad, que santifiques estos dones con la efusión del Espíritu Santo, de manera que sean para nosotros Cuerpo y sangre de Jesucristo nuestro Señor.
Esto surge desde la voz de alabanza y súplica de toda la Iglesia, como en preparación del momento sublime concedido sólo y directamente por el Señor, cuando mandó en la última cena a sus discípulos: Haced esto en memoria mía. Y es en ese momento cuando el sacerdote con su voz de hombre, da lugar a que sea el mismo Cristo quien pronuncie las palabras del sacramento que convierten realmente el pan y el vino en el cuerpo y la sangre del Señor, según el rito de Melquisedec, en que el pan y el vino suple a todos los animales del sacrificio, y se transforma en el único cordero pascual que quita el pecado del mundo.
Éste es el misterio de nuestra fe, esto es lo que se ha ocultado a los sabios y entendidos y se lo ha revelado a los pequeños y humildes. No hay palabras, ni culto que con tanta sencillez no sólo aplaque a Dios, sino que nos eleve a hijos y herederos del Padre.
Hemos pasado de la alabanza humana a la vivencia mistérica del sacramento, sin espasmos, ni estridencias, desde la gozosa experiencia del corazón. El cielo ha abierto su morada y ha acampado en medio de nosotros. Por eso, sin el domingo no podemos vivir. Sublime belleza, sublime verdad, sublime bien.
PREGUNTAS
1ª ¿Qué diferencia la espléndida alabanza a Dios que proclamamos en el gloria y la que realizamos en la plegaria eucarística? Por qué la Iglesia limita el gloria a determinados domingos del calendario litúrgico y a fiestas de especial solemnidad? ¿Será para resaltar lo importante e imprescindible?
2ª ¿Por qué el sacerdote levanta el cáliz y la Hostia en tres ocasiones invocando a Dios Padre? Mientras que la cuarta vez, en el rito de la comunión, se invoca a Jesucristo, como Cordero de Dios?
3ª El sacerdocio ministerial tiene dos dones que elevan su vocación a elección sagrada: Poder de perdonar los pecados y el poder de transformar el pan y el vino en el Cuerpo y Sangre del Señor. ¿Por qué el sacerdote no se reduce a un actor escénico que sólo mientras actúa posee el don, sino que imprime en su persona un carácter que le convierte en otro Cristo?