DEUS CUM NOBIS
Queremos contemplar, la maravilla de la vida de Dios en el hombre y del hombre en Dios, mediante la Comunión sacramental, que es la realización de su nombre misterioso Emmanuel, Dios con nosotros. ¡Qué portento! ¿Cuáles son sus consecuencias? ¿Cómo se compadece esto con nuestra libertad moral? ¿A dónde llegan sus efectos? Nadie tal vez pueda contestar. Pero fuerza es repetirlo con veneración y agradecerlo con amor. El hecho es de fe. Es más que eso, porque el precioso texto evangélico ha salido de la boca del Salvador, y tiene tan íntimo enlace con el anuncio de vivir con nosotros, y hacer en el hombre su morada hasta la consumación de los siglos, que se puede decir que esta vida recíproca del hombre con Dios es la literal aplicación o cumplimiento de la promesa hecha a la humanidad y a cada hombre individualmente, por la recepción del Cuerpo del Señor (L.S. Tomo. XVI (1885) págs.441-450)
Íntimo y verdadero es el vínculo entre estos dos misterios: Eucaristía y Encarnación. Lo esencial de ambos se refleja en el dulce nombre prometido por Isaías para el Mesías: Enmanuel, Dios con nosotros. Cuando Dios se hizo carne en las entrañas de María, vino a estar entre nosotros, cuando Dios hecho carne se deja comulgar por sus fieles, lo hace por estar en nosotros, pero de una manera u otra siempre es Dios con nosotros.
Al contemplar el misterio de la Encarnación, por otro lado, recordamos que aquel a quien adoramos es la Vida, que su evangelio es un anuncio de Vida y que nos compromete en la defensa, promoción, custodia de la vida humana en todas sus fases, especialmente en sus momentos de mayor debilidad, pero muy especialmente en el seno de sus madres.
El Magisterio de la Iglesia ha sido siempre rotundo a la hora de defender la vida del no-nacido, lo hace siendo consciente de que el mismo Dios quiso que sus entrañas se formaran en el seno de una madre, sabiendo que Dios nos conoce a todos desde el seno materno. La Iglesia celebra cada vida nueva, independientemente de las difíciles circunstancias que puedan acompañarla, la vida de cada ser humano tiene una dignidad superior, que merece ser celebrada y amparada.
“La revelación del Nuevo Testamento confirma el reconocimiento indiscutible del valor de la vida desde sus comienzos. La exaltación de la fecundidad y la espera diligente de la vida resuenan en las palabras con las que Isabel se alegra por su embarazo: «El Señor... se dignó quitar mi oprobio entre los hombres» (Lc 1, 25). El valor de la persona desde su concepción es celebrado más vivamente aún en el encuentro entre la Virgen María e Isabel, y entre los dos niños que llevan en su seno. Son precisamente ellos, los niños, quienes revelan la llegada de la era mesiánica: en su encuentro comienza a actuar la fuerza redentora de la presencia del Hijo de Dios entre los hombres”. (Evangelium vitae 45)
Como indica el Papa, la Escritura nos enseña a reconocer en María embarazada la presencia oculta de Dios cono nosotros. Isabel supo que María era la Madre del Señor, Juan saltó de alegría al notar la presencia divina de Cristo aún no nacido. El que era testigo de la luz, sin haber salido aún del vientre de su madre ya nos da testimonio de quién es la Luz.
“El Verbo era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. En el mundo estaba, y el mundo fue hecho por él, y el mundo no lo conoció. Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron. Pero a todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre; el cual no nació de sangre, ni de deseo de hombre, sino que nació de Dios. Y el Verbo se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad.” (Jn 19-14)
Cuando en la fiesta de la Encarnación se recita el Credo, al decir “que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo” todos los fieles se ponen en silencio de rodillas y hacen un breve acto de adoración. Hoy tenemos, en este mes de marzo, la oportunidad de prolongar esa adoración. De adorar más largamente el cuerpo de Cristo recién formado en las entrañas de María, el mismo cuerpo escondido ahora bajo las apariencias de pan. Sabemos que Él ha querido hacer morada, no sólo entre nosotros sino incluso dentro de nosotros, para llenarnos de su gloria, de su gracia y de su verdad. Cada vez que comulgamos le decimos a Jesús con María Amén, Fiat, que se cumpla lo que tu quieres en mí. Que tu palabra tome cuerpo en mi vida…
Adoremos al Dios con nosotros, y que la contemplación de su debilidad de no nacido mueva en nuestros corazones un compromiso mayor para la defensa de la vida de tantos pequeños. El aborto, decía Juan Pablo II, no sólo era una amenaza contra la vida de cada niño, sino incluso contra nuestra civilización, una verdadera “estructura de pecado” ante la cual no podemos permanecer impasibles. Que triunfe la causa provida en el mundo debe ser una intención particular de todas nuestras vigilias. El terrible drama del aborto sólo puede ser combatido con ayuno y oración, quizá otra cosa no podemos hacer, pero la intercesión por las madres tentadas, la reparación al Corazón de Cristo por este crimen tan frecuente, eso está a nuestro alcance, delante de la Custodia.
Como siempre los santos de ayer y de hoy nos enseñan cómo adorar la presencia del Dios con nosotros, encarnado, eucaristizado, hecho solidario de todos los niños a los que no se deja nacer.
«Bien pronto se manifiestan los beneficios de la llegada de María y de la presencia del Señor... Isabel fue la primera en oír la voz, pero Juan fue el primero en experimentar la gracia, porque Isabel escuchó según las facultades de la naturaleza, pero Juan, en cambio, se alegró a causa del misterio. Isabel sintió la proximidad de María, Juan la del Señor; la mujer oyó la salutación de la mujer, el hijo sintió la presencia del Hijo; ellas proclaman la gracia, ellos, viviéndola interiormente, logran que sus madres se aprovechen de este don hasta tal punto que, con un doble milagro, ambas empiezan a profetizar por inspiración de sus propios hijos. El niño saltó de gozo y la madre fue llena del Espíritu Santo, pero no fue enriquecida la madre antes que el hijo, sino que, después que fue repleto el hijo, quedó también colmada la madre» (De la exposición de San Ambrosio, Obispo, sobre el Evangelio de San Lucas Libro 2, 19. 22-23)
Qué hermoso conocer cómo una santa como Gianna Beretta que fue capaz de entregar su vida renunciando a que le aplicaran la quimioterapia, para no dañar a la niña que llevaba en su seno, veía también esa relación entre la comunión, la encarnación, entre la maternidad y el sacrificio, entre la adoración y la causa provida. Ella escribía en unos apuntes suyos:
Miren a las mamás que verdaderamente aman a sus hijitos: ¡cuántos sacrificios hacen, están prontas a todo, hasta a dar su propia sangre con tal que sus niños crezcan buenos, sanos y robustos! Y Jesús, ¿acaso, no ha muerto en cruz por nosotros, por amor nuestro? Es con la sangre del sacrificio que se afirma y confirma en amor. Cuando Jesús en la Santa Comunión nos muestra su corazón herido, ¿cómo le diremos que lo amamos si no hacemos sacrificios para unirlos a los suyos, y así salvar las almas? ¿Y cuál es la mejor manera de practicar el sacrificio? La mejor manera consiste en adorar la voluntad de Dios todos los días, en todas las pequeñas cosas que nos hacen sufrir, y decir ante todo lo que nos sucede: “Fiat: tu voluntad, Señor!" Y repetirlo ciento de veces al día! (Cuaderno de los recuerdos durante los Ejercicios Espirituales, años 1945- 1946)