Adviento: camino hacia la Navidad
“A Ti, Señor, levanto mi alma: Dios mío, en Ti confío, no quede yo defraudado; que no triunfen de mí mis enemigos; pues los que esperan en Ti no quedarán confundidos” (Ps. 24, 1-3).
Con estas palabras de la antífona de entrada de la Misa del Primer Domingo de Adviento, comienza este tiempo litúrgico en el que la Iglesia nos invita a todos los cristianos a preparar nuestro corazón, nuestra alma, para acoger al Hijo de Dios hecho hombre, a quien vamos a adorar recostado en un pesebre en las afueras de Belén, en Nochebuena.
“Ha llegado la plenitud de los tiempos: Dios ha enviado a su Hijo a la tierra” (cfr. Gal 4, 4).
Es el gran Misterio que ilumina toda la creación, todo el universo. Dios, el Creador, viene a vivir con nosotros, sus criaturas. El Cielo baja a la tierra; se hace tierra.
Conscientes de nuestro pecado, de nuestra indigencia, del vacío de sentido de nuestra vida, de nuestro batallar, de la obscuridad que tantas veces inunda nuestra mente, nuestra alma, clamamos:
“Ven, Señor, Tú que te sientas sobre los Querubines: que brille tu rostro sobre nosotros y nos salve” (Ps 80 (79), 4).
“Enviadlo, altos cielos, como rocío, que las nubes lluevan al Justo. Abrase la tierra y germine el Salvador” (Is 45, 8).
Dios viene a la tierra, y en estas semanas, leyendo los evangelios del nacimiento de Juan el Bautista, de su predicación, queremos preparar nuestro espíritu para acoger a Jesucristo, y recibid su amor:
“Preparad el camino del Señor, haced derechas sus sendas: y verá toda carne la salvación de Dios” (Lc 3, 4-6).
San Pablo nos apremia: “Ya conocéis el tiempo y ya es hora de levantaros del sueño, pues nuestra salud está ahora más cercana que cuando creímos. La noche va muy avanzada y se acerca ya el día. Despojémonos, pues, de las obras de las tinieblas y vistamos las armas de la luz” (Rom 13, 11-12).
Después de dos mil años de su nacimiento en la tierra, Jesús sigue siendo un desconocido para muchas personas; y muchos de los que lo conocen, y han oído algo de Él, rechazan la salvación que ha venido a ofrecernos.
Sabemos que no podemos vencer el pecado, limpiar nuestra miseria, vencer nuestra debilidad y fragilidad, sin la ayuda de Dios.
En estos días, y delante del Santísimo Sacramento, renovemos nuestro deseo de ser salvados, de ser abrazados por Dios.
Anhelemos la salvación, y así se lo decimos con humildad, y abiertos a sus palabras y a sus gestos, en esas antífonas que la Iglesia nos recuerda en la Santa Misa, en los días inmediatos a la Navidad.
“¡Oh Sabiduría del Altísimo, que dispones todas las cosas con fuerza y suavidad: Ven a enseñarnos el camino de la prudencia!”.
Y en ese caminar con el Espíritu Santo, empezamos a descubrir el Amor al hombre que ha traído a Dios a la tierra. Nunca comprenderemos plenamente este gesto de Dios que se hace Niño, que rompe todas las barreras que el pecado ha establecido entre nosotros y Él. Porque el pecado limita nuestra inteligencia, empequeñece nuestro corazón para recibir la Luz de Dios, y poder ser iluminados por el Amor que Dios nos tiene.
La Misericordia de Dios se hace sonrisa de Dios en el rostro del Niño Jesús:
“Por las entrañas de misericordia de nuestro Dios, con que nos visitó de lo alto el Oriente, para alumbrar a los que están sentados en tinieblas y en sombra de muerte, para enderezar nuestros pies hacia el camino de la paz” (Lc 1, 79).
“¡Oh jefe de la casa de Israel, que diste la ley a Moisés sobre el monte Sinaí: Ven a rescatarnos con el poder de tu brazo!”
Anhelamos corresponder al amor que Dios nos manifiesta en la criatura escondida en el seno de María; y el mejor modo de corresponder es abrirnos a la Luz del Misterio de Dios Encarnado, leyendo los Evangelios de la infancia de Jesús, a la vez que preparamos con todo cariño el Belén en nuestras casas.
“¡Oh raíz de Jesé, que estás como estandarte de todos los pueblos: Ven a salvarnos, no tardes ya!”
No tardes, Señor, porque nuestra obscuridad, nuestra ceguera nos esclaviza, nos lleva a vender nuestra alma al dinero, al sexo, al poder al diablo; y nos tienta para cerrarnos en nuestro egoísmo, en nuestras pequeñas ambiciones, y a olvidar las necesidades materiales y espirituales de nuestro prójimo, de nuestros hermanos.
“¡Oh llave de David, que abres las puertas del reino eterno: Ven y saca de su prisión a los cautivos que están sentados en las tinieblas!”
Mientras en nuestras casas vamos preparando el Nacimiento, el portal de Belén, las figuras de los pastores, renovemos nuestra Fe, nuestra Esperanza, nuestra Caridad. Así, en nuestra familia, siempre habrá un lugar para el Niño Jesús,
“¡Oh Oriente, esplendor de la luz eterna y sol de justicia: Ven y alumbra a los sumidos en sus tinieblas y en sombras de muerte!”
“Ha llegado la plenitud de los tiempos: Dios ha enviado a su Hijo a la tierra” (cfr. Gal 4, 4.
Hagamos compañía muy especial a Santa María que camina con José hacia Belén. Con Ella aprenderemos a adorar, a amar, a dar nuestra vida, a quien es el Camino, la Verdad y la Vida. Y con Ella viviremos el gozo de tenerlo en nuestros brazos, de acunarlo con amor.
Cuestionario.-
1.- ¿Me preparo para recibir la Luz de Dios en la tierra, leyendo los relatos de la infancia del Señor, recogidos en los Evangelios?
2.- Al preparar la representación del Nacimiento con mi familia, con los amigos, ¿repito en mi interior actos de Fe, de Esperanza, de Caridad en Dios, a quien contemplo hecho Niño?
3.- ¿Acompaño en estos días a alguna persona que esté enferma, que viva en soledad, para, además de atenderla, llevarle el calor del amor que Dios nos manifiesta en la cuna de Belén?