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Adoración Nocturna Española

 

Adorado sea el Santísimo Sacramento   

 Ave María Purísima  

 

 

2016

 

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Postrimerías y vida eterna

         Estamos en el último mes del año litúrgico, y la Iglesia nos invita, una vez más, a elevar nuestra mirada a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo; y al mirarle, pedirle la gracia de abrir la perspectiva  de nuestro caminar en la tierra y contemplar el horizonte de los días con la luz de  la Vida Eterna.  “Ésta es la vida eterna: que te conozcan a Ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo” (Jn 17, 3).

         Esa perspectiva la resumimos en cuatro palabras: Muerte, Juicio, Infierno y Gloria, que los cristianos conocemos con el nombre de Postrimerías.

         Muerte. Nos conmovemos ante la muerte de una persona querida, de un familiar, de un amigo. Sabemos que ya no volveremos a verlos sobe la tierra, y, a la vez, sabemos que la vida del hombre no acaba en la muerte, que la vida del hombre no se cierra en el cementerio.

         “El cristiano que une su propia muerte a la de Jesús ve la muerte como una ida hacia Él y la entrada en la vida eterna. Cuando la Iglesia dice por última vez las palabras del perdón de la absolución de Cristo sobre el cristiano moribundo, lo sella por última vez con una unción fortificante y le da a Cristo en el viático como alimento para el viaje” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1020).

         No sabemos ni el día ni la hora en que el Señor nos llamará a su presencia. “Sabéis bien que el día del Señor llegará como ladrón de noche” (1 Tes 5, 2). Ante la muerte hemos de pedir la gracia de reaccionar con serenidad; de prepararnos al encuentro con Dios, recibiendo la Unción de los Enfermos. Nos recuerda san Pablo: “No queremos, hermanos, que ignoréis lo tocante a la suerte de los que durmieron, para que no os aflijáis como los demás que carecen de esperanza” (1 Tes 4, 12-13). Y nuestra esperanza está en el amor que Dios nos tiene. Al crearnos, Dios soñó con nuestra salvación, con que un día pudiéramos verle cara a cara en el Cielo.: “Ésta es la voluntad de Dios: Que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la Verdad”.

         Antes, y después de la muerte, el Juicio. Vemos nuestra vida delante de Dios. Nos daremos cuenta de lo poco que le hemos amado; del amor tan ligero con el que hemos servido a los demás; contemplaremos nuestras buenas acciones y nuestras malas obras.

         Preparado con el Sacramento de la Unción de los Enfermos, el cristiano dispone su alma para vivir ese “gozo” del que habla san Josemaría: “¿No brilla en tu alma el deseo de que tu Padre-Dios se ponga contento cuando te tenga que juzgar?” (Camino, 746).

         El juicio lleva consigo una sentencia, que el mismo Cristo nos anunció: “Llega la hora en que cuantos están en los sepulcros oirán su voz y saldrán: los que han obrado el bien, para la resurrección de la vida, y los que han obrado el mal, para la resurrección del juicio” (Jn 5, 28-29).

         “Cada hombre, después de morir, recibe en su alma inmortal su retribución eterna en un juicio particular que refiere su vida a Cristo, bien a través de una purificación (…), bien para entrar inmediatamente en la bienaventuranza del cielo (…), bien para condenarse inmediatamente para siempre (…). (CIC n. 1022).

         La Iglesia nos recuerda que, antes de poder recibir nuestra alma todo el amor de Dios, que es el Cielo: “Los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su eterna salvación, sufren después de su muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo” (CIC n. 1030).

         “La Iglesia llama Purgatorio a esta purificación final de los elegidos, que es completamente distinta del castigo de los condenados” (CIC n. 1031).

         Infierno. El Papa Francisco nos recuerda su existencia en el Mensaje de Cuaresma de este año. Hablando de la necesidad de vivir las obras de misericordia corporales y espirituales, por el bien que hacen al alma para ver a Cristo en los demás, y crecer así en el amor a Dios, señala: “Sin embargo, siempre queda el peligro de que, a causa de un cerrarse cada vez más herméticamente a Cristo, que en el pobre sigue llamando a la puerta de su corazón, los soberbios, los ricos y los poderosos acaben por condenarse a sí mismos a caer en el eterno abismo de soledad que es el infierno.”

         “Dios, que nos ha creado sin nosotros, no nos salvará sin nosotros”, nos dice san Agustín; y el Catecismo nos lo recuerda:
         “Salvo que elijamos libremente amarle, no podemos estar unidos con Dios. Pero no podemos amar a Dios si pecamos gravemente contra Él, contra nuestro prójimo o contra nosotros mismos (…) Morir en pecado mortal sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de Él para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra “infierno” (CIC n. 1033).

         Cielo. “Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni vino a la mente del hombre lo que Dios ha preparado para los que le aman” (1 Cor 2, 9)

          Dios nos ha creado “para que le conozcamos, le amemos, le sirvamos en esta tierra”, y podamos así vivir eternamente con Él en el cielo”. El Señor nos lo recuerda: “Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo” (Mt 25, 34 ss).

         “Los que mueren en la gracia y la amistad de Dios y están perfectamente purificados, viven para siempre con Cristo. Son para siempre semejantes a Dios, porque lo ven “tal cual es” (1 Jn 3, 2), cara a cara (cf. 1 Cor 13, 12; Ap 22, 4). (Catecismo, 1023).

         Nuestro Señor Jesucristo, que quiere “que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad”, quiere abrirnos a todos las puertas del Cielo; pero el hombre en uso de su libertad puede rechazar ese regalo de Dios, cerrar las puertas a la gracia y obstinarse en hacer el mal.
A la Virgen Santísima, Reina de Cielos y Tierra, le rogamos con toda confianza filial, que “ruegue por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte”, y prepare nuestra alma para vivir con Ella en el Cielo.

         Cuestionario

1.- ¿Procuro vivir en amistad con Cristo, en gracia de Dios, muerto al pecado; y estar abierto al abrazo definitivo con Dios, que es la muerte que Dios quiere para nosotros?
2.- ¿Rezo por las almas del Purgatorio, y les pido que me ayuden a amar más al Señor, a lo largo de la jornada de cada día?
3.- ¿Me acuerdo alguna vez de las palabras del apóstol san Pablo: ”Ni ojo vio, ni oído oyó, ni vino a la mente del hombre lo que Dios ha preparado para los que le aman”? (1 Cor 2, 9).”