“La Iglesia está viviendo el Año Santo de la Misericordia, un tiempo de gracia, de paz, de conversión y de alegría, que concierne a todos: grandes y pequeños, cercanos y lejanos. No hay fronteras ni distancias que puedan impedir a la misericordia del Padre llegar a nosotros y hacerse presente entre nosotros” (Mensaje para el Jubileo de la Misericordia de los Jóvenes, 6-enero-2016).
Dios nos ofrece su Misericordia. Jesucristo, desde la Cruz, abre su Corazón Misericordioso, dispuesto a perdonar nuestros pecados. Los hombres podemos rechazar la Misericordia de Dios, y encerrarnos en nuestros pecados. “Siempre queda el peligro de que, a causa de un cerrarse cada vez más herméticamente a Cristo, que en el pobre sigue llamando a la puerta de su corazón, los soberbios, los ricos y los poderosos acaben por condenarse a sí mismos a caer en el eterno abismo de soledad que es el infierno” (Mensaje del santo Padre Francisco para la Cuaresma 2016, 4-octubre-2015).
“Pobre” es todo el que necesita del perdón, del afecto, de la comprensión, de Dios y de los hombres; “soberbios, ricos, poderosos”, son los que piensan que no necesitan nada de los demás, los que dicen que se bastan a sí mismos, que son autosuficientes, que no necesitan nada de nadie.
¿Cómo podemos vivir esos tiempos que recuerda el Papa, para que nuestro corazón se ilumine con la luz de la Misericordia de Dios y, después, podamos ser también nosotros misericordiosos?
El primer paso es el tiempo de gracia y acercarnos arrepentidos a Cristo: Dios nos ofrece su Misericordia; nos ama primero y espera nuestra respuesta a su Amor. Nuestra respuesta es la conversión, que comienza con el reconocimiento de nuestro pecado: “Contra Ti, Señor, contra Ti solo pequé”. “Misericordia es la vía que une Dios y el hombre, porque abre el corazón a la esperanza de ser amados para siempre no obstante el límite de nuestro pecado” (Misericordiae Vultus, n. 2).
“Así entonces, estamos llamados a vivir de misericordia, porque a nosotros en primer lugar se nos ha aplicado misericordia. El perdón de las ofensas deviene la expresión más evidente del amor misericordioso y para nosotros cristianos es un imperativo del que nos podemos prescindir. ¡Cómo es difícil muchas veces perdonar! Y, sin embargo, el perdón es el instrumento puesto en nuestras frágiles manos para alcanzar la serenidad del corazón” (ibidem, n. 9).
Con la conciencia del pecado y el deseo de pedir perdón al Señor, comienza nuestra conversión, que nos mueve a perdonar también nosotros a quienes nos ofenden, a quienes pretenden hacernos mal, a quienes pecan contra Dios y contra nosotros, y nos une más a Dios. Es el tiempo de paz.
Con el tiempo de paz asentado en nuestra alma, tenemos hambre de estar siempre viviendo con el Señor, sed de amarle, de aprender de su vida, de conocerle mejor para ayudar a los demás a que le conozcan y le amen, hambre de dar testimonio de nuestra fe, para que todos los que nos rodean, toda la Iglesia, el mundo entero, goce de la Luz del Amor de Dios.
“Los Evangelios nos hablan muchas veces de su misericordia, de su capacidad de participar en el dolor y en las necesidades de los demás: se compadece de la viuda de Naím, llora por la muerte de Lázaro, se preocupa de las multitudes que le siguen y que no tienen qué comer, se compadece también sobre todo de los pecadores, de los que caminan por el mundo sin conocer la luz ni la verdad: desembarcando vio Jesús una gran muchedumbre, y se le enternecieron las entrañas, porque andaban como ovejas sin pastor, y se puso a instruirles en muchas cosas”. (San Josemaría. Es Cristo que pasa, n. 146)
Anhelando y procurando vivir así, llega para nosotros el tiempo de conversión, que empieza con descubrir que somos pecadores, que Dios quiere que el pecador “se arrepienta y viva”, que necesitamos de su perdón, y Él nos lo da, cuando arrepentidos de nuestro mal obrar y vivir, se lo pedimos, en cualquier momento que se lo pidamos, todas las veces que se lo pidamos.
“La mentalidad contemporánea, quizás en mayor medida que la del hombre del pasado, parece oponerse al Dios de la misericordia y tiende además a orillar de la vida y arrancar del corazón humano la idea misma de la misericordia. La palabra y el concepto de misericordia parecen producir una cierta desazón en el hombre, quien, gracias a los adelantos tan enormes de la ciencia y de la técnica, como nunca, fueron conocidos antes en la historia, se hace dueño y ha dominado la tierra mucho más que en el pasado. Tal dominio sobre la tierra, entendido tal vez unilateral y superficialmente, parece no dejar espacio a la misericordia” (Juan Pablo II. Dives in misericordia, n. 2).
Y en gracia, convertidos y en paz, la Misericordia del Señor abre nuestra alma para poder vivir ese tiempo de alegría que sólo Dios nos puede dar:
“La misericordia que Dios muestra nos ha de empujar siempre a volver. Hijos míos, mejor es no marcharse de su lado, no abandonarle; pero si alguna vez por debilidad humana os marcháis, regresad corriendo. Él nos recibe siempre, como el padre del hijo pródigo, con más intensidad de amor (San Josemaría Escrivá).
La Virgen, Madre de Misericordia, será también para nosotros “Causa de nuestra alegría”: nos ayudará a vivir la Misericordia de Dios y nos enseñará a ser misericordiosos. Acompañaremos a nuestros hermanos los hombres en sus sufrimientos, en sus dolores, en su soledad, en sus miserias; les ayudaremos a pedir perdón por sus pecados y a gozar del Amor Misericordioso de Dios.
Viviendo la Misericordia de Dios, seremos nosotros mismos misericordiosos: “Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán la misericordia”.
Cuestionario
¿Pido perdón a Dios de mis pecados con la confianza con la que el hijo pródigo se acercó a la casa de su padre?
¿Perdono de corazón a todos los que, de una manera o de otra, me han agraviado, sin guardar ningún rencor en el corazón?
¿Pido al Señor la gracia de convertirme a su Amor todos los días, de agrandar así mi corazón y de amar a los demás como Él los ama?